El hombre gris

Pero los meses iban pasando y el dolor se me escapaba por las noches y lo arrasaba todo. 

Ya no me acordaba de lo que era estar fuera de ese sitio. 

Ya no me acordaba de la cara de/

Y entonces conocí a un hombre, (a través de un mecanismo con una cuerda y un polea, del techo baja una escopeta antigua) a un hombre que llevaba la tristeza impresa en su cara. 

John Rofle. 

(del techo baja, de pronto, una escopeta colonialista, esta representará al hombre del que habla)

Cuando se acercaba me entraban unas ganas terribles de soltarme y empezar a llorar. Era como si todo lo que había retenido en mi cuerpo de planta, después de meses y meses, con él delante, se escapara por entre las junturas, como el agua.

Solo quería eso. Eso a borbotones.

Le odiaba, era uno de ellos, pero él estaba tan jodido como yo, se lo podía ver en los bordes de sus ojos. Lo estaba, aunque nunca lo dijera. Su mujer y su hija habían muerto en un naufragio, en el mar como/ Habían muerto hacía poco y la muerte le deformaba la cara. 

Él era mayor, lo que le hacía parecer todavía más triste. 

Era un hombre gris, de manos grises, pecho gris y tripas grises, también hablaba gris.  

Me miraba cada mañana y me miraba cada noche, se acercaba de alguna forma como si quisiera absorber el líquido de mi cuerpo. 

No hablábamos. 

No nos comunicábamos.

No se puede decir que él sintiera amor por mi, más bien/ 

Seguro que si hubiera podido me hubiera olido el pelo y el cuello como hacen los animales. 

Dios! (intenta tocar la escopeta como sea) La necesidad de dejarme caer encima de otro cuerpo era implacable! No podía más! Mi tierra ya no era mi tierra, era suya y yo necesitaba una casa!

Era capaz de cualquier cosa con tal de absorber un poco de vida por los huecos de mi piel. 

Nadie me había rozado ni un poquito desde hacía dos años, mi piel estaba completamente huérfana y él quería adoptarla!

Pero es que yo aun tenía en mi vientre restos de/ 

Como iba yo a dejar entrar a nadie en ese agujero lleno de restos de/

Su arruga se parecía tanto a la mía que me empezó a excitar. Y llegó un momento en que me obsesioné con él.

Hubiera podido seguirle por la calle para ver solo como andaba, triste, gris. ¿Eso era amor? No lo había sentido antes así que creí que podría parecerse a eso. 

Yo no iba a pedirle mucho más a ese hombre que que me abriera en canal un día, sin tijeras. Que abriera ya de una vez esa herida supurante que tenía de cuello a estómago, y de par en par para que aquello se ventilara. 

No dejaba de preguntarme si se me olería de lejos. Si era por eso que me quería! 

Si su olfato de lobo viejo sería capaz de notar la peste a necesidad que yo hacía. 

Olía como una cabrona! 

Y, al final, yo solo deseaba que me cogiera por los codos cada vez más y más. Solo deseaba que me mirara y, sin yo tenerle que decir nada, me dijera: Si, estoy aquí, yo también. 

Y no haría falta nada más. Nunca. Me rendiría. Y pasearíamos, lejos, como si no fuéramos juntos, pero lo haríamos sabiendo que sí lo estaríamos. Que estaríamos jodidamente juntos en esto. 

Seríamos dos muertos en vida supurando por la calle. (le da un beso a la escopeta)

“Cásate conmigo y te sacaré de aquí”

Y no bastó nada más. 

Mi nombre ya nunca más sería Pocahontas, ahora sería Rebecca.

(Fragmento Pocahontas o la verdadera historia de una traviesa. Estrenada y representada en la Sala Beckett de Barcelona y El Teatro Pavón de Madrid).