Estoy llena de huecos

Hay un pote dentro del pecho con una cantidad justa, exacta de amor por dar. 

Como si fueran lentejas, se podría quedar ese montón eternamente esperando a ser usado. Y yo ese montón lo he tocado pocas veces. Tres, máximo cinco. Me cuesta abrir la tapa, tengo que poner un cuchillo entre la tapa y la boca del recipiente hasta que suene “¡Cleck!” para poder abrirla. El amor siempre se guarda al vacío. 

Esto es así. 

El amor al entrar en contacto con el aire podría pudrirse. 

A mí me pasa que a veces me olvido la tapa por alguna parte y aquello se queda abierto durante días, meses, años incluso. Y de repente noto un olor barato, sucio, y luego tropiezo con la tapita por sorpresa en algún lugar de mi casa, la casa de otro, o el lugar donde decidí un día abrir el pote. Es entonces cuando tengo que correr a cerrarlo rápidamente. 

Pero a veces, cuando voy a cerrarlo me encuentro hormigas dentro. Las muy putas entran sin que te des cuenta y allí se quedan. Crean hormigueros, y en esos hormigueros engendran a cientos y cientos de hijitos hormiga. No es que no me guste tener vida dentro, pero no me gusta cuando ocurre sin enterarme. No me gusta cuando soy habitada por otros y a esos otros no los conozco. Una conquista por haberme dejado la puerta abierta no es una conquista, pero así me siento yo, conquistada por hormigas de la manera más barata del mundo. Las veo, allí, pequeñitas, las veo y las imagino saltando y chillando de alegría. Ellas creen haber ganado algo, haberme ganado a mí, y yo siento haberlo dejado todo tan y tan fácil… 

Hay un dolor, un dolor punzante que no se va nunca. 

No tiene que ver con nada más que con el ser. 

Es un dolor inevitable en el animal humano. Ese dolor crece con los años en algún lugar perdido entre tu pecho y tu estómago. A ese lugar lo llamo “el hueco” ya que tiene forma de cuenco agujereado que nunca, nunca se llena. (Maldito hijo de puta…)

He ido soltando cuidadosamente y con constancia, durante años, todo el líquido de mi ser por si acaso eso solucionaba algo, por si se me aliviaba el dolor inherente de ser un ser humano. 

A mí la gente no para de repetirme la importancia del llorar. El llorar como solución a todos los putos jodidos huecos de queso Gruyere que tengo perdidos por todo mi cuerpo. El llorar como forma de aligerar peso. Como si lo que yo quisiera fuera pesar menos. ¡Cuando lo que yo quiero es ser LA PUTA REINA DE LAS ELEFANTAS!

Creo que me ha entrado una hormiga en el coño, tengo miedo de que se ponga a pasear muy adentro y llegue al fondo. Dentro de mi agujero negro. Temo que alguien, sin que yo me dé cuenta, me señale en medio de la calle al haberlo descubierto. Y que entonces, el gobierno decida pasearlo, hacerlo público y enseñarlo. Exponerlo en museos como hacen siempre con el dolor ajeno e imprimirlo en carteles para avisar a las madres púdicas de niños pequeños para que no se acerquen. 

Para que no se acerquen a mí, a mí y a mi dolor. 

Yo podría ser la vergüenza del mundo entero. 

Solo que aún no me apetece serlo.

(Fragmento inicial “LA MUJER MÁS FEA DEL MUNDO”. Estrenada en la Sala Atrium de Barcelona y el teatro del Pavón de Madrid)